viernes, 9 de septiembre de 2016

Horas muertas ahogadas en ruido

Hablo sola. Lo hago desde hace años. Unos dicen que es la terapia del pobre. Otros, que es la terapia del tímido. Yo, en cambio, simplemente pienso que es lo que hago para mantenerme cuerda la mayoría del tiempo. No sé, ayuda a ordenar las ideas, a encontrar la raíz del problema cuando todo está patas arriba y el horizonte solo es una gran masa de oscuridad incierta que amenaza con absorberte de un momento a otro.
Este verano, mientras caminaba por una casa vacía, yo iba murmurando mi propia historia. Recordé las pintas que llevaba al día siguiente de mi graduación, y de como había sido capaz de pasar entre un grupo de niños de primaria, que se agarraban a la manga de su madre mirándome. El apocalipsis zombi se había hecho realidad por unos pocos segundos, pensaban despavoridos, huyendo de la chica de medias rotas y maquillaje corrido. También dediqué un par de minutos a rememorar esos días en los que la matrícula del nuevo curso era solo una formalidad y no el siguiente paso hacia un futuro que no tenía aún del todo claro. Pasaron rápidamente ante mis ojos un par de personajes, que más que reales parecían haber salido de la pantalla, con esas burlas soeces y arcaicas, de las que no hacen reír a nadie más que a los propios amigos. Los lancé a la papelera del olvido de inmediato. Era mejor así.
Y entonces ahí estaba, mi profesor favorito durante los últimos tres años. Se había marcado un triplete el pobre hombre y ni si quiera lo sabía. Y comencé a recabar los recuerdos de sus clases. Y madre del señor, la tarde pasó volando sin que me diera cuenta, tumbada en el sofá mientras ignoraba el sonido de la televisión y me dedicaba a sumergirme en días pasados. ¿Por qué ese profesor os gusta tanto? solía preguntar mi padre al ver mi cara de fascinación. ¿Tan bueno es? Y no fue hasta que empecé a hablar en voz alta, estudiando el techo como nunca nadie lo había hecho, que me dí cuenta de qué lo hacía tan especial. Él me daba ganas de vivir. No de pasar el resto de mis días respirando, caminando o comiendo para no desfallecer. No, así ya había vivido demasiado tiempo. Él era de esa peculiar clase de personas que te dan ganas de vivir, de comerte a mordiscos el mundo mientras lo descubres. Te hace querer viajar, degustar, admirar, observar, sentir. Te anima a aprender, y no porque debas de tener una bonita nota en tu expediente. No, aprender porque quieres, porque tienes inquietudes que no se callan cuando dejas el aula. Te empuja a ser mejor que ayer, a que des un paso más, por muy cansado que estés, por muy duro que haya sido el camino ya recorrido. Y sabe como sazonar todo de tal forma que cuando recuerdas su nombre, su rostro, sus clases, solo piensas en las risas. Las palabras amables cuando estabas exhausta, o la broma fácil cuando el enfado podía con tu buen humor. Casi sonreí al darme cuenta de tal reflexión, que había estado enredada en los hilos del subconsciente tanto tiempo.
Hablo sola. Lo hago desde hace años. Y, os prometo, que no es la terapia fácil. Ni la terapia del loco. Es la terapia del alma.

Hablo sola, y os juro que es la única forma que conozco de encontrarme cuando no sé quien soy. 

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