Hablo
sola. Lo hago desde hace años. Unos dicen que es la terapia del
pobre. Otros, que es la terapia del tímido. Yo, en cambio,
simplemente pienso que es lo que hago para mantenerme cuerda la
mayoría del tiempo. No sé, ayuda a ordenar las ideas, a encontrar
la raíz del problema cuando todo está patas arriba y el horizonte
solo es una gran masa de oscuridad incierta que amenaza con
absorberte de un momento a otro.
Este verano, mientras caminaba
por una casa vacía, yo iba murmurando mi propia historia. Recordé
las pintas que llevaba al día siguiente de mi graduación, y de como
había sido capaz de pasar entre un grupo de niños de primaria, que
se agarraban a la manga de su madre mirándome. El apocalipsis zombi
se había hecho realidad por unos pocos segundos, pensaban
despavoridos, huyendo de la chica de medias rotas y maquillaje
corrido. También dediqué un par de minutos a rememorar esos días
en los que la matrícula del nuevo curso era solo una formalidad y no
el siguiente paso hacia un futuro que no tenía aún del todo claro.
Pasaron rápidamente ante mis ojos un par de personajes, que más que
reales parecían haber salido de la pantalla, con esas burlas soeces
y arcaicas, de las que no hacen reír a nadie más que a los propios
amigos. Los lancé a la papelera del olvido de inmediato. Era mejor
así.
Y entonces ahí estaba, mi
profesor favorito durante los últimos tres años. Se había marcado
un triplete el pobre hombre y ni si quiera lo sabía. Y comencé a
recabar los recuerdos de sus clases. Y madre del señor, la tarde
pasó volando sin que me diera cuenta, tumbada en el sofá mientras
ignoraba el sonido de la televisión y me dedicaba a sumergirme en
días pasados. ¿Por qué ese profesor os gusta tanto? solía
preguntar mi padre al ver mi cara de fascinación. ¿Tan bueno es? Y
no fue hasta que empecé a hablar en voz alta, estudiando el techo
como nunca nadie lo había hecho, que me dí cuenta de qué lo hacía
tan especial. Él me daba ganas de vivir. No de pasar el resto de mis
días respirando, caminando o comiendo para no desfallecer. No, así
ya había vivido demasiado tiempo. Él era de esa peculiar clase de
personas que te dan ganas de vivir, de comerte a mordiscos el mundo
mientras lo descubres. Te hace querer viajar, degustar, admirar,
observar, sentir. Te anima a aprender, y no porque debas de tener una
bonita nota en tu expediente. No, aprender porque quieres, porque
tienes inquietudes que no se callan cuando dejas el aula. Te empuja a
ser mejor que ayer, a que des un paso más, por muy cansado que
estés, por muy duro que haya sido el camino ya recorrido. Y sabe
como sazonar todo de tal forma que cuando recuerdas su nombre, su
rostro, sus clases, solo piensas en las risas. Las palabras amables
cuando estabas exhausta, o la broma fácil cuando el enfado podía
con tu buen humor. Casi sonreí al darme cuenta de tal reflexión,
que había estado enredada en los hilos del subconsciente tanto
tiempo.
Hablo sola. Lo hago desde hace
años. Y, os prometo, que no es la terapia fácil. Ni la terapia del
loco. Es la terapia del alma.
Hablo sola, y os juro que es la
única forma que conozco de encontrarme cuando no sé quien soy.
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