miércoles, 25 de julio de 2018

Una casa vacía y un ukelele

Una casa que ha sido despojada de aquellos quienes la habitaban todavía tiene mucho que contar. Esto era algo que no sabía hasta hace menos de un mes cuando, cargada de guantes y bolsas de basura, tuve que comenzar a vaciar la casa en la que había pasado una pequeña parte de mi niñez. Tuve esta sensación de que todo seguía igual pero que a la vez había pequeñas cosas que la hacían distinta, y que gritaban al mundo entero que yo ya no era bien recibida entre aquellas paredes convadas y que se caían por culpa de la humedad.

Los primeros días fue difícil el simple hecho de entrar por la puerta, con la mirada yendo veloz, ansiosa de asegurarse que de nuevo no estaba en otro macabro sueño, a examinar la habitación de mi izquierda. Una vez el corazón dejaba de latirme desbocado, solo quedaba el acostumbrarme al silencio, a la ausencia, al demonio que tenía dentro, rajándome en un intento fallido de fuga. Conforme se abren los cajones y se leen los papeles, te das cuenta que hay una historia completamente distinta a la que te sabes y que está deseando tomar forma ante tus ojos. Fotos antiguas, cartas viejas que hace décadas que nadie lee, ropa... Todo te dice algo de quien un día la tuvo, aunque sea lo más tonto, como que aquel jersey era el que más le gustaba. 

Duele tener que conocer la vida de quien forma parte de ti de esta forma, con el eco del recuerdo de su voz en la mente, llamándote desde la distancia a que continúes con esa particular búsqueda del tesoro. Duele darte cuenta de tus errores demasiado tarde y ver como, en un misión que no va a triunfar de ninguna manera, intentas limpiar el estropicio que has ido formando durante casi diez años. 

El ukelele llegó cuando llevaba la mitad de la historia leída. Los ojos secos de tanto llorar y el pecho frío y hueco. Daba igual a donde mirara, en que espejo me viera reflejada. Yo ya no estaba en ninguna parte. Me había perdido entre cajón y cajón, entre ropa desgastada y risas silenciadas por la muerte. Pero llegó aquel pequeño instrumento, con las dudas de si sería medianamente constante y aprendería a juntar más de dos acordes sin gritar de desesperación. Y de forma inesperada encontré salida a los sentimientos en forma de notas entrecortadas y callos en los dedos. 

Todavía me duelen los dedos cuando toco mucho tiempo seguido, y me cuesta pisar bien las cuerdas porque tengo los dedos cortos y gorditos. Pero practico cada día, una vez el sol ha bajado y por mi ventana entra esa brisa veraniega que todos esperamos y una luz anaranjada que le da algo de color a la piel pálida. 

Todavía me cuesta estar sola por las habitaciones, porque sigo escuchando la voz de quienes ya no están y me da miedo. No por ver una de esas apariciones de las que tanto se habla en Cuarto Milenio, sino porque me exijan una mínima razón para justificar mi presencia en aquella casa, y yo no pueda darsela. 

He aprendido que el silencio es un gran narrador. Que las paredes y techos callan secretos. Que es normal sentir dolor, furia, tristeza y alegría a medida que vacías los armarios. Que quienes no están siguen quedándose en parte para continuar enseñándonos. Y por último, que soy fuerte y que conseguiré sobrevivir a todo esto sin volver a perderme a mi misma. 

sábado, 14 de julio de 2018

Comienzos

Estos últimos dos meses he tenido que decir adiós a muchas cosas, y siempre con demasiada prisa. Nadie está preparado para la muerte, o al menos quiero consolarme pensando eso. Cuando viene lo arrasa todo, te deja en el suelo, intentando respirar, ahogado por miles de sensaciones que se acaban arremolinando en el pecho y creando ese dolor punzante al que nunca le ves fin.

Me pasó una vez, el penúltimo día de mayo. Me quedé paralizada una vez la locura del primer momento pasó. Ya se habían firmado papeles, llegado al destino y se había hablado sobre como se haría la ceremonia. Ahora solo teníamos que esperar sentados en aquella sala de tres por tres a que la gente llegara, con las caras de falsa pena y los ojos ansiosos de ver algo siniestro, pero a la vez refrescante para una población que nunca tenía nada nuevo que contar. Me senté en uno de aquello sillones de cuero, sudando como si fuera pleno agosto, y me dí cuenta de lo que estaba sucediendo. Él ya no estaba, y los gritos y lloros de a quienes hacía años que no veía, no hacían más que atarme a aquella realidad desdibujada.

El dolor fue casi cegador durante aquella misa de no más de media hora, y peor fue esperar de pie a que cerraran aquel estrecho nicho donde la caja cabía casi por los pelos. Pero lo superé. A los pocos días volví a reírme de verdad. Una de esas risas que te sacuden entera hasta que te castañean los dientes. Fue el desencadenante de una lenta recuperación. Pero de nuevo, veintisiete días después, la muerte quiso besar a otro de los míos. Y de nuevo yo estaba sentada, en esos sillones donde me quedaba pegada por el calor, intentando discernir si aquello era real o no.

He tenido dos finales en poco tiempo. Me he perdido a mi misma un par de semanas, y os confieso que eso me asustó bastante. Pero el tiempo lo cura todo. No dejas de sentir el dolor, como una herida que se cierra, simplemente aprendes a vivir con la ausencia, el silencio, lo que no llegaste a hacer ni decir, y lo que pudo ser pero no.

Es por todo esto que he decidido que no quiero más finales durante un tiempo. Solo quiero comienzos. Quiero comenzar a perseguir ese sueño del que llegaba huyendo tanto tiempo. Quiero empezar a querer y cuidarme de quienes no lo hacen. Quiero empezar a ver  nuevos sitios, a saborear nuevos platos y a querer a quienes tengo, pero esta vez bien, como merecen. Quiero vivir por aquellos que ya no pueden.

lunes, 12 de junio de 2017

Intentarlo

De nuevo volvía a encontrarse en el mismo punto, sin posibilidad de retorno y con las farolas fundiéndose a su paso. Una respiración más, pensó mientras apoyaba la mano sobre el pecho, solo necesito eso para seguir adelante. El aire entró por la boca, estancándose antes de completar su recorrido, dejando a los pulmones con una súplica ahogada en los labios. Lo intentó de nuevo, sin mejorar lo más mínimo el resultado. 

Asustada por perder, exhausta del camino que había recorrido y temerosa por el trecho que todavía faltaba, se sentó a un lado de la carretera. Era noche cerrada, ni si quiera las estrellas se habían atrevido a salir. Pensó en que pasaría entonces. ¿Aquel era el final que tantas veces había imaginado? ¿Allí se acababa todo? Rodeada de colillas a medio quemar, chicles ennegrecidos y con la angustia del que ha empezado algo que sabía que no iba terminar. Un zumbido la distrajo. Sacó el teléfono sin ganas, con las manos débiles y el corazón ausente. Las palabras se sucedían a lo largo de mensajes incontables, suplicas para que arrojara algo de luz sobre un asunto que ya empezaba a sentir como ajeno. Tecleo una respuesta corta, sencilla, sin pretensión de nada salvo de informar. "Estoy harta. Voy a dejarlo". La respuesta fue casi inmediata. "No, porque puedes con esto y mucho más". 

Y por mucho que lo intentó, por mucho que quiso pensar que solo era la ansiedad, que una vez más se enredaba y trepaba por su cuerpo para destruirla, no pudo. Siguió viendo todo oscuro durante minutos que se tornaron en horas. Ningún coche pasó frente a ella, ningún caballero vino a su rescate. Estaba sola, por más que no lo deseara. 

A las dos horas una fotografía ocupó parte de la pantalla. Barcelona, brillando bajo el sol del atardecer, luciendo más hermosa y encantadora que nunca, le sonreía. Parecía a punto de salir, de darle la bienvenida a pesar de los kilómetros que la separaban de ella. 

"No importa nada más. Olvídate de exámenes, de epígrafes y de temas que no has estudiado aunque deberías. Solo piensa que estaremos algún día allí, juntas". Sonriendo, contestó un par de palabras, quizá un emoticono. Se quedó sentada un par de minutos más, buscando fuerzas que no tenía pero que necesitaba. Acabó por levantarse, moviendo un pie tras el otro, sintiendo cada golpe del asfalto en las rodillas, aguantando los quejidos cuando sentía dolor. Esto acabaría, porque los malos días no tienen más de veinticuatro horas. Porque por mucho que nos asuste el sol, siempre llega la luna. Porque daba igual cuanto se pusiera ante ella, lo superaría como el resto de veces. Y porque al otro lado de la pantalla, a 369 kilómetros, había alguien que todavía creía en ella. ¿Y no era ese motivo suficiente para seguir intentándolo? 

A Daya, esa amiga que nunca he abrazado, pero que siempre sabe como consolarme. Ni todos los kilómetros del mundo ni todos los exámenes de la universidad podrán contigo. 

miércoles, 8 de marzo de 2017

Candela

Candela no era madre. Tampoco esposa. Hija a ratos. Hermana solo en la memoria. Candela era mujer. Guerrera y algo perezosa. 

Así se presentaba cuando conocía a alguien, y con sonrisa inocente, le preguntaban que era. "¿Tiene niños? ¿Es usted madre?" Y ella, subiendo las gafas de sol hasta la coronilla y arqueando las cejas con mofa, decía entre una risita pícara "Mire usted, hijos no tengo y tampoco los quiero. Yo soy mujer, que suficiente trabajo es ya." 

La gente la miraba con curiosidad, como si fuera un espécimen raro que tuvieran que estudiar, entender, descubrir los secretos que escondía para así poder desenredar lo que fuera que hubiera dentro de su mente. ¿Ser mujer y no ser madre? ¿Ser mujer y no ser esposa? ¿Ser solo mujer? Demasiado raro y sospechoso. Algo tenía que haberse roto dentro de ella. Y es que Candela, con todo el genio con el que nació, no veía necesario echarse a la espalda batallas que no tenía fuerzas para librar. "Ser madre es algo que se hace por vocación, como el ganchillo o la cerámica. Tienes que tener ganas para hacerlo, porque si no te sale un batiburrillo que ni es niño ni es nada. Una criatura necesita de la energía completa de una persona, y yo esa energía ya la gasto en ser alguien. Madre no, por supuesto." Y se reía en voz alta, dando un trago a la cerveza y encendiéndose un cigarrillo. 

Candela no tenía marido, pero si amantes. Algunos decían que los coleccionaba, y con ese algunos me refiero a su padre. Llevaba la cuenta de cada chico que salía de su casa. Inconvenientes de vivir puerta con puerta con tus padres. Siempre que la veía era el mismo cuento. "Si quieres vivir la vida, vívela. Pero sienta la cabeza de una vez, hija mía." Y Candela, que era descarada por elección propia e imprudente de nacimiento, alzaba la voz, sacaba pecho y daba un golpe en la mesa, haciendo temblar los platos de lentejas. "Yo la cabeza la tengo muy sentada, gracias. Tengo una casa, un trabajo que es la ostia y una vida con la que estoy muy contenta. ¿Qué más quieres?". Su padre no decía nada, solo la miraba, resoplaba y volvía a su plato de lentejas con la cabeza agachada. "Pues hijos", pensaba el hombre ", lo que cualquier mujer debe de tener.". Si Candela no se comprometía con nadie era porque era libre. De esta forma tenía lo que quería, tanto ella como sus amantes, que no era más que un par de horas de sexo y una charla ligera después, en la que ninguno de los dos presta atención pero aun así hablaban, disfrutando de la intimidad proporcionada por un coito pasajero. Candela podía elegir, y ella amaba poder hacerlo. Si algún día quería algo serio, ya lo buscaría. Por ahora estaba mejor así, sola, acompañada a ratos, y con una casa entera para ella. Sin pelos en la ducha ni migas en la encimera. 

Durante el café de las tres y media con Sofía, la amiga que siempre está ahí para pasarte una compresa por debajo en los baños, la conversación siempre acababa de la misma manera. Candela aceptaba el cigarrillo encendido de la mujer, y dando una calada más larga de lo habitual, soltaba el humo con una elegancia casi impropia de ella. "Tenemos que luchar por cada maldito derecho, aguantar que nos toquen los cojones mientras sangramos cada puñetero mes. Tenemos que arrancar cada mínimo pelo de nuestro cuerpo, porque si no el mundo entero se escandaliza. Estar delgadas porque si no significa que te has dejado. Y aun así, parece que no es suficiente. Necesitan que tenga un chiquillo, que le ponga un nombre ridículamente de moda y que deje todo a un lado para dedicarme a él. Y si no te dicen que tu tranquila, que puedes ser trabajadora, madre y malabarista ya de paso. Pero, oye, que si lo haces, si dejas al pequeñajo en la guardería para irte a trabajar es que eres una mala madre, que no piensas en la criatura y que prefieres tener una carrera brillante. Pues mira, yo no voy a pasar por el calvario de un embarazo para acabar con los bajos hechos trizas y un bebé que no quiero. Si ya lo dice mi madre, que los bebés son monos, pero cuando son de otro." 

Candela era  luchadora, trabajadora, solitaria, sexual, sincera, clara, gruñona y creativa. Canela era la persona que quería ser, al margen del mundo, de los juicios vacíos y las miradas acusadoras. Candela era mujer. 

martes, 7 de marzo de 2017

Palabritas: SAUDADE

Durante toda mi vida me he topado con sensaciones o sentimientos que no tenían nombre en español, pero si en otros idiomas. Hace solo unos días me encontré con unas imágenes que circulaban por twitter que nombraban algunas de esas palabras mudas en mi idioma. En esta nueva sección voy a nombralas, a darles voz y una historia. ¡Espero que os guste!


SAUDADE: Palabra portuguesa que se refiere a la melancolía extrema por algo que amas y has perdido. 

Maia. La pequeña Maia. Solo era un alma más, perdida, arañada por el tiempo, quizá también por el miedo. Ojos castaños, piel morena, pelo rizado recogido en un moño sin orden. 
Maia. La dulce Maia. Bailaba hasta sangrarle los pies. Cantaba hasta quedarse afónica. Lloraba hasta quedarse seca. Ágil, esbelta, elegante bailarina que hacía equilibrios sobre los dedos.
Maia. La solitaria Maia. Ferviente guerrera que llevaba a cuestas cada batalla, que recordaba cada muerte, que rezaba por cada corazón roto por su espada. Demasiado valiente. 
Maia. La fugaz Maia. Sus sonrisas aparecían cuando nadie las podía ver. En la madrugada de invierno, en las tardes de lluvia y apagones. En las sesiones de cine los domingos. Nadie la conocía. 
Maia. La pobre Maia. Nadie merece perder a todos cuando apenas está aprendiendo a ser persona. ¿Por qué ella sí? ¿Acaso el sol odiaba a la bailarina de manos delgadas y piernas fuertes? 
Maia. ¿Quién era Maia? ¿El cisne negro o la bella princesa? 
Que lastima que nadie se parara aquella tarde a mirarla a los ojos, a fijarse en el brillo opaco de las pupilas castañas mientras ella giraba y giraba sin parar, moviendo los brazos en un aleteo estático que no le permitía huir. 
Que lastima que nadie pensara que la niña de ojos asustados de las noticias pudiera ser ella, unos años después, algunas curas más tarde. Que las cicatrices estuvieran tapadas por tul y maquillaje, mentiras y sombras, brillos y sonrisas. 
Que lastima que nadie viera a la niña maltratada que tuvo que ver morir a su madre a manos de un monstruo cuya sangre corría por sus venas. La cubría por completo, pensaba al dar un salto tras otro, al escuchar la respiración entrecortada del público. El barro espeso, maloliente, se movía con parsimonia por su cuerpo y nadie lo notaba. 
Que lastima que nadie distinguiera el agujero en su pecho. Nadie vio a la mujer acurrucada en él, llorando desconsoladamente, cubriendo sus muñecas con las manos, intentando detener la sangre resbaladiza que no quería dejar de salir, de conocer el aire fresco. 
Que lastima que cuando la música acabó todos aplaudieran y nadie llorara por su madre, por Maia, por la muerte injusta. 
Que lastima que ella solo se inclinara y sonriera antes de salir de las luces de los focos, que no mostrara las líneas plateadas que marcaban su cuerpo como si de un tatuaje a gran escala se tratara. Que lastima que Maia siguiera echando de menos, mientras la gente le sonreía por el triunfo vacío de unos cuantos pasos de baile bien ejecutados.

lunes, 27 de febrero de 2017

He vuelto...

Es raro volver a sentarse frente al ordenador, con los nervios rebotando por todas partes y la mirada algo perdida, intentando rebuscar en mi cansado cerebro hasta encontrar la palabra que tengo en la punta de la lengua, haciendo malabares para no caerse. 

Los exámenes han acabado con mi paciencia, mis nervios y la poca alegría que tenía. Quizá esto último ya estuviera roto de antes, de cuando el frío llegó y la luz se fue haciendo más débil con el paso de los días. El calor se marchó a pasos agigantados y creo que fue entonces cuando empecé a alimentar este vacío en el pecho que cada vez está más hambriento, más inquieto, más molesto. Me siento como la llama de una vela a la que le pones encima un vaso, poco a poco dejándola sin oxígeno, ahogándola en su propio hogar. Y es que siento que me ahogo aunque el aire sigue entrando y saliendo de mis pulmones con la más absoluta normalidad, reviviendo los tejidos más blandos de mi cuerpo, empujándome a seguir caminando, un paso por vez. Y así estoy, dejándome llevar mientras intento adivinar como dejar de estar triste siempre y solo estarlo a ratos, cuando no tenga otra cosa en la que pensar o que hacer. 

Hace una semana pasó algo raro, al menos para un corazón consumido como el que luzco en mi pecho. Cogí un libro, uno que no llevaba el sello de la universidad en la portada o que se escribió hace siglos por un hombre que buscaba expresar el amor por una mujer que ni si quiera sabía de su existencia. Era un libro normal, de los que solía leer antes, cuando todavía sonreía por las mañanas, cuando a las nueve y cuarto entraba esa luz tan bonita por la ventana, que hacía que las sombras de las cortinas bailaran en la pared. Y pensé que quizá podría leer un par de páginas para conciliar el sueño, para ayudarme a olvidar el mundo por completo, incluida yo. Las horas se fueron arrastrando con una rapidez que recordaba como familiar, que me cosquilleaba en la piel y me hacía sonreír de pura emoción. Tres horas leyendo sin parar que se sentían como dos minutos respirando el aire fresco de un sitio distinto, de una isla en la que nadie podía encontrarme, reconocerme o herirme. Y la felicidad, o lo que se parece a ella, volvió a acurrucarse en mi pecho durante un par de días. Volví a encender velas, como hacía hace unos años, y me quedé embelesada en el baile lento que hacía la llama sobre la mecha, viejos amantes que se reencontraban para acabar el uno con el otro a base de besos. De nuevo, me paré a escuchar la lluvia sobre el tejado, y no solo como una mera nana de cuna antes de caer dormida.No, volví a tumbarme en la cama durante horas solo a escuchar, a pensar en que se sentiría al notar las pequeñas gotas sobre la piel, frías caricias que todos acabábamos anhelando. 

Ahora la tristeza a vuelto a reclamar su lugar, no dejando espacio ni para la ira ni para ningún otro sentimiento. Era de ilusos pensar que eso no pasaría, pero también era un bonito sueño con el que fantasear. Lo bueno, y creo que eso es lo positivo de todo este relato, es que creo que ya no quiero estar triste. Ya no me da igual sonreír o no. Quiero sonreír, y reírme hasta que se me salten las lágrimas, y bailar en medio de la calle cuando nadie mire, con mi canción favorita en los auriculares. Quiero morderme el labio antes de llorar con una película, y quizá incluso balbucear un par de palabras que nadie entiende. 

Voy a ser feliz, aunque los golpes de la vida me vayan dejando heridas. Estas sanaran, como siempre hacen, y si quedan cicatrices, da igual. Una señal de que al menos luché, de que aunque una batalla parecía demasiado dura para este alma rota y vieja, luché. 

He vuelto a escribir en mi pequeño rincón, y creo que ese es el primer paso para curarme. 

martes, 20 de diciembre de 2016

Un audio, un baile y un café

Pulsó el botón de grabar un segundo antes de expirar otro de los ya muchos suspiros que habían pasado a ser la única música que rozaba sus labios. Las palabras salieron a borbotones, sin que una continuidad las fuera hilando hasta crear algo parecido a un soliloquio. Los silencios fueron comiéndose las frases a medida que la joven se retorcía hasta ser mínima, invisible en medio de una cama demasiado grande para ella. Se perdió entre las sábanas, todavía con el dedo pegado a la pantalla, grabando una voz apagada incluso antes de empezar. 


Todos la miraron al llegar, sonriendo a la vez que se recolocaban para ofrecerle una silla. La muchacha se quitó el abrigo, la bufanda y el resto de capas de llevaba encima para huir del frío. No tardó en llegar su café caliente, y con él, la charla variable de unos y otros. Se fueron formando pequeños grupos, hasta que las conversaciones eran demasiadas como para estar pendientes de todas.



Imagen relacionada
Sara Baras en Mérida. 
Sofía no bailaba. Tampoco ejecutaba una serie de pasos con la perfección técnica de una bailarina profesional. Ella sentía. Movía las manos acariciando el aire, apreciando el roce de la falda entre los dedos, acunando la luz de los focos para dejar que esta se derramara sobre ella. Cada taconeo, cada giro que retiraba el rostro de la vista del público y le ponía la mirada en el cielo, salía del corazón. Las entrañas se retuercen hasta que sale el baile, susurraba una bailaría de nombre ya borroso en aquel documental que ya casi había olvidado. Aquella noche el cerebro se marchó por la puerta mientras ella se colocaba las medias. Nadie lo notó. 


Sofía se acercó a Carlos, un chico demasiado tímido como para emprender por sí mismo cualquier cosa. Las palabras fueron surgiendo a cuentagotas, pero el ambiente se relajó y todo se fue desliando hasta ser tan simple como respirar.
  - ¿Qué tal todo? Últimamente no vienes a clase.
      -  He estado algo pachucha y he preferido quedarme en casa.
      -  Tienes buen color de cara… 
     Una sonrisa forzada torció sus labios, secos y quebrados, mientras tomaba otro sorbo del café. 

Los labios perdieron el control, el débil cable que unía el cerebro con aquella boca marchita se rompió. Lo pudo sentir en la espalda, el escalofrío haciéndola vibrar a medida que la recorría. Una última frase se abrió paso hasta expandirse en el ambiente cargado de una habitación que no ha sido ventilada en días.
   -Tengo la sensación de que el mundo estaría mejor sin mí.

Solo la veían a ella, a la luz propia que lo bañaba todo cuando salía al escenario, cuando hacía suyo cada centímetro de él, cuando conquistaba a cada uno de los espectadores a golpe de tacón. Se encapricharon de la chica apasionada, que parecía no ser consciente de que la observaban, que estaba cómoda con la mirada de todos clavados en los labios rojos que lucía. No notaron los pedazos rotos de un alma vieja, de la voz gritona que golpeaba las paredes de su cráneo con cada movimiento. Se perdieron en el balanceo de sus hombros, ignorando la sombra de los ojos. 
*   *   *
Hacía tanto que no participaba en este maravilloso proyecto que estaba algo oxidada. No quiero hacerme responsable de lo que salga aquí. Simplemente son los desvaríos de una escritora hasta arriba de cafeína y algo falta de creatividad. 

*  *  *
Esta vez os proponemos un experimento de cohesión y coherencia. Se trata de escribir tres textos breves, que pueden quedar inacabados, y mezclarlos. Uno de ellos como máximo puede no ser vuestro, pero deberá estar bien referenciado. Podéis utilizar una lógica interna para combinar los textos, o no. Podéis dar alguna pista tipográfica al lector para que identifique las piezas por separado, o no. No es un experimento arbitrario: os daréis cuenta al hacer el ejercicio de que la coherencia en un texto es muy importante, y de que a veces perder el control puede ser muy interesante. Los lectores también tienen un reto en esta ocasión.

Instrucciones para participar:

1. Leer el “enunciado” del ejercicio.
2.Interpretar el “enunciado” del ejercicio libremente
3. Escribir lo que te sugiera
4. Publícalo en tu espacio
5. Cuéntanoslo para que podamos enlazarte tanto en los comentarios como por las redes sociales.

6. No olvides usar el hashtag #ColectivoDetroit, y disfrutar la participación al máximo.