lunes, 27 de febrero de 2017

He vuelto...

Es raro volver a sentarse frente al ordenador, con los nervios rebotando por todas partes y la mirada algo perdida, intentando rebuscar en mi cansado cerebro hasta encontrar la palabra que tengo en la punta de la lengua, haciendo malabares para no caerse. 

Los exámenes han acabado con mi paciencia, mis nervios y la poca alegría que tenía. Quizá esto último ya estuviera roto de antes, de cuando el frío llegó y la luz se fue haciendo más débil con el paso de los días. El calor se marchó a pasos agigantados y creo que fue entonces cuando empecé a alimentar este vacío en el pecho que cada vez está más hambriento, más inquieto, más molesto. Me siento como la llama de una vela a la que le pones encima un vaso, poco a poco dejándola sin oxígeno, ahogándola en su propio hogar. Y es que siento que me ahogo aunque el aire sigue entrando y saliendo de mis pulmones con la más absoluta normalidad, reviviendo los tejidos más blandos de mi cuerpo, empujándome a seguir caminando, un paso por vez. Y así estoy, dejándome llevar mientras intento adivinar como dejar de estar triste siempre y solo estarlo a ratos, cuando no tenga otra cosa en la que pensar o que hacer. 

Hace una semana pasó algo raro, al menos para un corazón consumido como el que luzco en mi pecho. Cogí un libro, uno que no llevaba el sello de la universidad en la portada o que se escribió hace siglos por un hombre que buscaba expresar el amor por una mujer que ni si quiera sabía de su existencia. Era un libro normal, de los que solía leer antes, cuando todavía sonreía por las mañanas, cuando a las nueve y cuarto entraba esa luz tan bonita por la ventana, que hacía que las sombras de las cortinas bailaran en la pared. Y pensé que quizá podría leer un par de páginas para conciliar el sueño, para ayudarme a olvidar el mundo por completo, incluida yo. Las horas se fueron arrastrando con una rapidez que recordaba como familiar, que me cosquilleaba en la piel y me hacía sonreír de pura emoción. Tres horas leyendo sin parar que se sentían como dos minutos respirando el aire fresco de un sitio distinto, de una isla en la que nadie podía encontrarme, reconocerme o herirme. Y la felicidad, o lo que se parece a ella, volvió a acurrucarse en mi pecho durante un par de días. Volví a encender velas, como hacía hace unos años, y me quedé embelesada en el baile lento que hacía la llama sobre la mecha, viejos amantes que se reencontraban para acabar el uno con el otro a base de besos. De nuevo, me paré a escuchar la lluvia sobre el tejado, y no solo como una mera nana de cuna antes de caer dormida.No, volví a tumbarme en la cama durante horas solo a escuchar, a pensar en que se sentiría al notar las pequeñas gotas sobre la piel, frías caricias que todos acabábamos anhelando. 

Ahora la tristeza a vuelto a reclamar su lugar, no dejando espacio ni para la ira ni para ningún otro sentimiento. Era de ilusos pensar que eso no pasaría, pero también era un bonito sueño con el que fantasear. Lo bueno, y creo que eso es lo positivo de todo este relato, es que creo que ya no quiero estar triste. Ya no me da igual sonreír o no. Quiero sonreír, y reírme hasta que se me salten las lágrimas, y bailar en medio de la calle cuando nadie mire, con mi canción favorita en los auriculares. Quiero morderme el labio antes de llorar con una película, y quizá incluso balbucear un par de palabras que nadie entiende. 

Voy a ser feliz, aunque los golpes de la vida me vayan dejando heridas. Estas sanaran, como siempre hacen, y si quedan cicatrices, da igual. Una señal de que al menos luché, de que aunque una batalla parecía demasiado dura para este alma rota y vieja, luché. 

He vuelto a escribir en mi pequeño rincón, y creo que ese es el primer paso para curarme. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario